Utopía y Praxis Latinoamericana - Vol. 25 - Núm. 89
Utopía y Praxis Latinoamericana; ISSN 1316-5216; ISSN-e 2477-9555 Año 25, n° 89 (abril-junio), 2020, pp. 38-54 43 Esto llevó a la exteriorización de conflictos entre poblaciones indígenas, al conectar este nuevo principio de la exclusividad con otras tensiones latentes en su cotidianeidad. Esta idea de un territorio, con linderos fijos y étnicamente homogéneos, se trasladó como un elemento de fricción con otras formas de vivir el espacio, con una representación derivada de la conexión con su existencia directa. Nuevamente, en este caso, fue posible visibilizar la singularidad de la separación entre abstracción y vivencia, así como la especificidad de las ideas sobre el parcelamiento social correspondientes con la sociedad industrial. A esto se suma el hecho de que, en los espacios fronterizos, la adherencia al modelo cultural dominante es un referente identitario de adscripción a las posiciones jerárquicamente privilegiadas. Así, a pesar del discurso oficial indigenista, en la relación con las poblaciones Kari'ña, los funcionarios de la empresa petrolera estatal, a mayor cercanía con las poblaciones indígenas, mayor era su proyección hacia el modelo del tecnócrata del hemisferio Norte. En contextos como la Amazonia, no importa que tanta dependencia haya por los sistemas productivos indígenas o por la información territorial que éstos puedan proveer, los recursos materiales y simbólicos criollos serán asociados con las subjetividades y los modos de vida dominantes. Es posible afirmar que el vector de tal asociación se conecta directamente con la versión ubicua y naturalizada del racismo, como una construcción originalmente ideológica y consciente, pero históricamente arraigada en los principios irreflexivos de las cotidianeidades de las sociedades fronterizas. Tal dimensión racista se visibiliza al jerarquizar positivamente cualquier comportamiento o cualquier diacrítico identitario (cf. Barth, 1976) con la imagen espectral del hombre blanco , independientemente de que tal asociación sea conscientemente negada. A pesar de las retóricas de proclaman el fin del colonialismo (Santos Sousa: 2011, p. 24), el racismo ha permitido que este sistema pueda proyectarse hacia lugares y momentos más allá del colonialismo en sí (Quijano: 2000, p. 201), por lo que ha posibilitado su irradiación y su naturalización. Tal imposición de la ubicuidad del racismo, además se proyecta hacia las formas en que se piensan las categorías geopolíticas contemporáneas. De este modo, construcciones identitarias, de alcances supranacionales, como “hemisferio occidental” (Coronil: 1999; Mignolo, 2000) o “cultura global” (Coronil: 2000), tienen sus bases en un juego de clasificaciones, exaltaciones e invisibilizaciones, donde una cultura se impone como el modelo de referencia para la idea de la normalidad y la civilidad. En esta retórica de imposición de jerarquías basadas en la asociación entre la idea de mente y las formas de los cuerpos, las escuelas juegan el papel de ser el espacio de internamiento y de disciplinamiento de la mente y el cuerpo, de modo que se pueda formar un sujeto sumiso a los sistemas autoritarios naturalizados por el proyecto de la colonialidad (Castro Gómez: 2000, p. 148). En este sentido, la imposición de las escuelas, como espacios cerrados, controlados y vigilados, se basa en referentes más amplios, originalmente derivados de la imagen cristiana del templo, como lugar de legitimación de las arbitrariedades individuales de los sujetos dominantes. De la misma manera que el templo, los espacios institucionalizados emiten imágenes de legitimación (cf. Gruzinski: 1994), tales como los títulos, impuestos como recursos simbólicos velados tras la idea de la posesión de sabiduría, de una manera tal que la centralidad se establece sobre su capacidad para establecer verticalidades y no en el conocimiento en sí. Más allá de las escuelas, el racismo se proyecta por medio de la irradiación de pautas de comportamiento, dirigidos a diagramar a aquello que se piensa como la persona ideal. A través de un conjunto de reglamentaciones microsociales, se configura un campo policial de vigilancia y moldeamiento dirigido a captar e inmovilizar a aquello que, según la versión ubicua y naturalizada del racismo, se piensa como el ciudadano (González-Stephan: 1998, p. 85). A fin de tener continuidad histórica en sociedades multiculturales, tal diagramación e imposición colonial de la idea de persona requiere de parcelamientos espaciales, dirigidos a otorgar centralidad al sujeto ideal y a invisibilizar a aquellos considerados inferiores. De este modo, en las así llamadas regiones “periféricas” del orden global, los grupos socioculturales que detentan el poder simbólico a lo interno de las circunscripciones nacionales no tienen otra opción que vivir en cotos cerrados, en perímetros espaciales de las que sólo se sale en la medida en que esto es necesario para la enajenación de la riqueza o para cumplir con los rituales de viajes exóticos. Como peregrinaciones en el
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