Utopía y Praxis Latinoamericana - Vol. 25 - Núm. 89
Utopía y Praxis Latinoamericana; ISSN 1316-5216; ISSN-e 2477-9555 Año 25, n° 89 (abril-junio), 2020, pp. 38-54 41 por medio de acciones concretas o por medio de referencias abstractas a los lugares donde esta cultura había sido aprehendida. Así, tanto en el ámbito colonial del pasado, como en el neocolonial del presente, lo moderno ha sido considerado algo lejano, al mismo tiempo que ubico y espectral. En relación con un alguien del pueblo Kari'ña, una persona que ocupase un cargo en una petrolera o en una maderera, se proyectaba como la representación de la Modernidad . Aún más, estas mismas personas también hacían alusión a algo más “moderno”, pues su referencia era el funcionamiento correcto de una corporación transnacional. En estas referencias, las grandes corporaciones se ubicaban retóricamente en contextos geográficos sobre los cuales no se tenía una constatación empírica directa, pero sí una alusión a algo que, aún cuando no se conocía directamente, sí podía ser imaginado, como si ya se hubiese estado allí. Entre las poblaciones Mako (Hohotï) del río Ventuari, un Piaroa (Uwothujja) se percibía como alguien más parecido a un criollo y, por esta razón, sus juicios tenían mayor peso jerárquico a la hora de hablar de ámbitos de la vida diaria, como el manejo de la tecnología o sobre las contingencias políticas relacionadas con el mundo urbano. Sin embargo, la cultura criolla, a su vez, no era tan positivamente valorada como los misioneros evangélicos norteamericanos, percibidos como provenientes de lugares superiormente posicionados, dada su conexión con la irradiación de recursos tecnológicos sofisticados. Lo moderno, en estos contextos, se presentó forma de capital simbólico -en el sentido de Bourdieu (1989; 2011)- pues marcaba la jerarquía de forma adjetiva a otros capitales. El vector referencial de este capital, podía ser la tecnología, pero también la forma de las viviendas e incluso -como en el Ventuari- qué tan cristiano alguien demostraba o decía ser. Tal imbricación entre conocimiento, posicionamiento geocultural y poder, de la misma manera en que fue transversal a diferentes ámbitos de indagación empírica, también se vislumbró en los propios espacios de referencia vivencial, como la sociedad nacional venezolana y los así llamados espacios de producción de conocimiento académico, los cuales tenían una carga que iba más allá de lo rutinariamente aprehensible, pues se trataba de espacios del así llamado saber universal . Así, conventos, iglesias, templos, escuelas, oficinas, empresas y universidades, además de ser lugares de encuentro, son presentados como lugares donde se reproduce un saber que otorga autoridad a quienes hayan pasado por ellos. De este modo, en los contextos fronterizos, las jerarquías asociadas con la paridad entre conocimiento y lugar se establecen a partir de su relación constitutiva con la creación de parcelas imaginarias de distinción de la realidad. Así, durante los siglos XVII y XVIII, la imagen de las misiones derivó de la oposición entre la vida civil y la vida salvaje , lo que a su vez fue el referente abstracto de la dicotomía que sustentó a los primeros proyectos civilizatorios de regiones fronterizas como la Amazonía. En términos sustantivos, las misiones fueron los marcos de imposición de la religión cristiana. Sin embargo, en el Oriente de Venezuela, en particular, el proyecto de evangelización misionera mostró especificidades en relación con otros proyectos de conquista y de imposición cultural. Por ejemplo, el proyecto más parecido fue el de las Encomiendas , pensadas también como espacios para el adoctrinamiento religioso de las poblaciones indígenas (Prato-Perelli, 1990). Como legitimación discursiva se argumentaba que la enseñanza de la Verdad cristiana debía ser retribuida por medio del trabajo a los encomenderos, de modo que el trabajo nativo se convirtió en el fin último de estos espacios. Aunque las misiones también fueron proyectadas como lugares de explotación de mano de obra indígena, la diferencia estaba en la rigidez de la idea del parcelamiento espacial. Desde el punto de vista de las misiones y de las autoridades coloniales, se consideraba que modo de vida de las poblaciones indígenas debía ser supervisado, dentro de contextos geométricamente correspondientes con el principio del orden productivo (Ramírez de Arellano: [1704] 1967; Molina: [1709] 1967; Tiapa: 2007b ; 2010; Caulín II: [1779] 1966, p. 263; Civrieux: 1976:, p.130; Gómez Parente: 1979, pp. 296-7), de una manera en que el control espacial llegaba a ámbitos tan profundos como las prácticas corporales (Ramírez de Arellano: [1700] 1967; Tiapa: 2016a). A lo interno de estas esferas de represión, este control estaba acompañado de la supresión de las conexiones con el exterior, pues en la relación entre espacios poblados se sustentaba la solidaridad entre las agencias locales, las cuales, al estar basadas en la
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