1917
362 guesas al desmoronarse y derrumbarse; quienes se asustan de que la lucha de clases llegue a una exacerbación extrema y se transforme en guerra civil, la única guerra legítima, la única justa, la única sagrada, no en el sentido clerical de la palabra sino en el sentido humano de guerra sagrada de los oprimidos contra los opresores para derrocar a estos últimos, para emancipar de toda opresión a los trabajadores. En el fondo, todos esos abatidos, ensordecidos y asustados burgueses, pequeñosburgueses y «servidores de la bur- guesía» se guían, a menudo sin darse cuenta ellos mismos, por la vieja noción, absurda, sentimental y trivial a lo intelectual, sobre «la implantación del socialismo». Una noción que han asimilado —de oídas—, tomando retazos de la doctrina socialista, repitiendo las adulteraciones de esta doctrina por ignorantes y adocenados y atribuyéndonos a nosotros, los marxistas, la idea e incluso el plan de «implantar» el socialismo. A nosotros, los marxistas, nos son ajenas semejantes ideas, sin hablar ya de esos planes. Siempre hemos sabido, dicho y repetido que el socialismo no se puede «implantar», que surge en el curso de la lucha de clases y de la guerra civil más intensas y violentas, violentas hasta el frenesí y la desesperación; que entre el capitalismo y el socia- lismo media un largo período de «doloroso alumbramiento»; que la violencia es siempre la comadrona de la vieja sociedad; que al período de transición de la sociedad burguesa a la socialista corresponde un Estado especial (es decir, un sistema especial de violencia organizada sobre una clase determinada), a saber: la dictadura del proletariado. Y la dictadura presupone y significa un estado de guerra latente, un estado de medidas militares contra los enemigos del poder proletario. La Comuna fue la dictadura del proletariado, y Marx y Engels repro- charon a la Comuna, viendo en ello una de las causas de su derrota, que no empleara con suficiente energía su fuerza armada para vencer la resistencia de los explotadores. En el fondo, todos esos aullidos propios de intelectual con motivo del aplastamiento de la resistencia de los capitalistas no son otra cosa, hablando «cortésmente», que un eructo de viejo «con- ciliacionismo». Pero si hablamos con una franqueza inherente al proletariado, habrá que decir: el persistente servilismo ante la caja
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